Mientras almorzaba, al restaurante entró un predicador. Se paró frente a nosotros, tomó una biblia y empezó a hablar: “Buenas tardes, hermanos. Veo que ustedes han sido bendecidos por el Señor, pues tienen comida en sus mesas…”. Y mientras hablaba de la suerte que tenÃamos, un señor de bastante edad y desmejorada apariencia, se acercó también y pidió que le regalemos algunas monedas, pues no habÃa comido en dos dÃas.
El predicador se acercó a él y le hizo muchas preguntas: ¿De dónde eres, hermano? ¿No tienes familia? ¿Qué pasó con tus hijos? El pobre hombre trataba de explicarle que sus hijos lo habÃan abandonado y que su esposa habÃa muerto hace muchos años.
-No te preocupes –le dijo el predicador y en seguida se dirigió a nosotros-: Queridos amigos, este hermano caÃdo en desgracia necesita de nuestra ayuda, asà que vamos a hacer una cadena de oración, para pedirle al Señor que tenga piedad de él y que ablande el corazón de sus hijos para que lo busquen y lo lleven a vivir con ellos.
Un tipo de aspecto rudo, que estaba en una de las mesas, se levantó de su silla, se acercó al predicador y le dijo: “Usted es mucho bla bla. Este hombre lo que necesita en este momento es comer algo, no sus oraciones” Y gritó: ¡Mesero, sÃrvale un almuerzo a mi amigo, que yo pago!
El predicador, un tanto avergonzado, salió del lugar y no dijo ni hasta luego. Esto me llevó a pensar: ¿Dios siente más simpatÃa por aquellos que le rezan todos los dÃas? O por aquellos que quizás nunca lo hacen, pero que están listos para ayudar al prójimo, de manera efectiva.